la inteligencia artificial se financia fuera de balance y se alimenta a base de turbinas » Enrique Dans
Llevamos meses (años, en realidad) escuchando el mismo mantra: la inteligencia artificial lo cambiará todo. Y sí, probablemente algo cambiará. Pero lo que ya está cambiando, y esto es lo verdaderamente interesante, no es una supuesta «magia» algorítmica, sino la economía política que la sostiene: el modo en que se está construyendo su infraestructura, cómo se está pagando, y qué tipo de incentivos perversos se están activando en el camino.
Porque cuando una industria necesita cantidades absolutamente obscenas de electricidad y de capital para crecer, lo que aflora no es el futuro, sino el viejo manual de siempre: ingeniería financiera, externalidades ambientales, y una carrera regulatoria donde cada bloque geopolítico enseña sus cartas.
Empecemos por el enchufe. En el Financial Times cuentan algo que debería escandalizarnos mucho más de lo que parece estar escandalizando: ante retrasos de varios años para conectarse a la red eléctrica, algunos centros de datos están recurriendo a soluciones «rápidas» como turbinas aeroderivadas, básicamente, motores de avión adaptados, y generadores diésel o de gas para poder operar ya. Sí, como lo lees: un maldito motor de avión. Es decir: como no llegamos a tiempo con redes, planificación y renovables, improvisamos quemando ingentes cantidades de combustibles fósiles al lado del data center. Y, por supuesto, con la excusa de la urgencia y la competencia, empiezan también los guiños regulatorios para «flexibilizar» los límites de uso de esos generadores. La película se entiende sola: la inteligencia artificial se vende como «innovación», pero en la trastienda se está convirtiendo en presión directa sobre redes eléctricas, en costes para comunidades locales, y en un retroceso climático imposible de justificar.
En paralelo, y como suele ocurrir cuando el capex se dispara, aparece el segundo manual: el de esconder la deuda. Las grandes compañías tecnológicas y actores del ecosistema inteligencia artificial están desplazando más de 120,000 millones de dólares de financiación de centros de datos fuera de sus balances mediante vehículos especiales (SPVs), financiados por Wall Street y el mercado de crédito privado. Esto no es un tecnicismo contable: es una señal de burbuja en tiempo real. Cuando una industria necesita seguir creciendo para justificar su narrativa y, al mismo tiempo, necesita que los ratios financieros «parezcan» saludables, lo que hace es mover el problema a otra parte. Y el riesgo no desaparece: se redistribuye, se opaca y se concentra donde menos transparencia hay.
La tercera capa es la geopolítica del control. Mientras en Occidente seguimos atrapados entre el lobby y el tecno-optimismo de escaparate, China avanza por una vía distinta: el regulador cibernético ha publicado borradores de normas para servicios de inteligencia artificial diseñados para simular interacción humana y «personalidades», con obligaciones explícitas de advertir sobre uso excesivo y de intervenir ante dependencia extrema, angustia emocional o adicción.
Podemos (y debemos) discutir el marco de libertades y censura del modelo chino, pero hay una lectura incómoda: al menos están reconociendo, negro sobre blanco, que estos sistemas pueden generar dependencia psicológica y dinámicas de enganche y adicción. Y eso, en nuestras democracias, se sigue tratando como si fuera un asunto menor o, peor, como si el mercado lo fuese a «autorregular» mágicamente.
Si juntas las piezas, lo que emerge no es solo un debate tecnológico, sino un retrato bastante clásico de capitalismo de infraestructuras y de mecanismos de enriquecimiento rápido para algunos: una expansión acelerada empujada por expectativas enormes, financiada con mecanismos cada vez menos transparentes, y sostenida con soluciones energéticas que chocan frontalmente con una urgencia climática que algunos pretenden que «ya no existe». El frenesí inversor en centros de datos e inteligencia artificial se está extendiendo a India con promesas multimillonarias, pero también con preocupación por agua, energía, subsidios y empleo. Y con un movimiento revelador: Alphabet comprando por miles de millones una empresa especializada en energía para centros de datos, en plena carrera por asegurar suministro eléctrico para su expansión en inteligencia artificial. El mensaje es el mismo: la inteligencia artificial ya no es una app, es una infraestructura industrial con hambre de electricidad, terreno, agua y financiación. De la eficiencia, ya si eso, que se preocupen los chinos.
Y aquí es donde conviene enlazar con lo que escribí hace apenas unos días sobre la decisión de la administración Trump de paralizar la eólica offshore en Estados Unidos bajo excusas absurdas de «seguridad nacional». En realidad, pocas cosas ilustran mejor la estupidez estratégica contemporánea: por un lado, se alimenta el relato de supremacía tecnológica y de liderazgo en inteligencia artificial, pero por otro, se sabotean fuentes limpias y escalables de energía justo cuando más falta van a hacer. Es la misma incoherencia de siempre, pero magnificada: queremos data centers por todas partes, pero no queremos planificar red, renovables ni almacenamiento. Queremos «ganar» la carrera tecnológica, pero sin aceptar la disciplina industrial que eso exige. Queremos innovación, pero sin asumir costes ni límites.
Lo preocupante no es que haya inversión, lo preocupante es la lógica de esa inversión. Cuando el discurso dominante se convierte en «hay que construir lo que sea, como sea, y ya veremos después», el resultado suele ser una combinación de sobrecapacidad, externalidades y rescates encubiertos. En el mejor de los casos, acabas con una resaca de infraestructuras infrautilizadas y deuda mal asignada. En el peor, con un sistema energético tensionado, con comunidades locales pagando la factura y con una industria que, cuando deje de crecer al ritmo prometido, dejará un rastro de riesgo financiero empaquetado en productos que nadie querría mirar de cerca.
Y sí, por supuesto que la inteligencia artificial tiene usos valiosos y está aquí para quedarse. Eso no lo duda nadie. Pero si de verdad queremos separar el grano de la paja, hay que mirar menos las demos y más los contadores: ¿cuánta energía consume esto y de dónde sale? ¿Qué incentivos financieros lo sostienen y qué riesgos oculta? ¿Qué regulación protege a usuarios y a la sociedad cuando los modelos se diseñan para maximizar tiempo de uso y dependencia? Lo irónico es que, si la inteligencia artificial acaba siendo transformadora, será todavía más importante construirla sobre bases sostenibles y transparentes. Lo contrario, financiarla fuera de balance y alimentarla con turbinas a reacción al lado del rack, no es futuro. Es exactamente el pasado, pero con GPUs.
