La inexorable descomposición de internet » Enrique Dans
Hace unos días, en «El fin del olvido«, planteaba que la incapacidad para olvidar, esa memoria digital omnipresente e implacable, amenazaba nuestra libertad interior. Sin embargo, es posible que la red esté desarrollando, por su cuenta, un mecanismo semejante al olvido humano.
Internet, pese a su apariencia de inmutabilidad, también envejece. Su infraestructura se deteriora, sus protocolos van quedando obsoletos, sus formatos van caducando y haciéndose imposibles de acceder o de interpretar. Lo que antes parecía una memoria total, empieza a mostrar, sobre todo si llevas un cierto número de años manteniendo una página con abundantes enlaces, los mismos síntomas de desgaste que la mente: lagunas, fragmentos, errores, huecos donde antes había recuerdos. No hay más que ir a una entrada mía ya no del principio, de 2003, sino simplemente de hace una década. Muchísimos de los enlaces, simplemente, ya no funcionan y devuelven un patético error 404. Un tema que, obviamente, me preocupa, y al que vuelvo de manera recurrente.
Cada vez que un enlace devuelve un error 404, asistimos a un pequeño acto de descomposición. Es la versión digital de la amnesia: un recuerdo perdido, una conexión rota. A este fenómeno se le llama link rot, y está mucho más extendido de lo que pensamos. Un estudio reciente muestra que el 38% de las páginas publicadas en 2013 ya han desaparecido, y otros análisis revelan que entre el 13% y el 66% de los enlaces en publicaciones científicas dejan de funcionar con el paso del tiempo.
Internet fue concebida como la gran memoria colectiva de la humanidad, pero esa memoria también se corrompe. Sitios web que desaparecen, bases de datos que se cierran, formatos que nadie puede abrir, servidores que dejan de existir… Todo eso es erosión digital, una forma nueva de olvido. No el olvido consciente del ser humano, sino el olvido entrópico de los sistemas complejos. Lo que no se mantiene, se degrada. Lo que no se replica, se pierde.
Al igual que en el cerebro humano, ese olvido no ocurre al azar. Lo que tiene valor económico, las propiedades de las grandes plataformas, se conserva con esmero, mientras que lo que tiene únicamente un valor histórico o social desaparece con rapidez. Los gigantes tecnológicos actúan como curadores accidentales de la memoria: preservan lo que les resulta rentable y dejan morir lo demás. No existen verdaderos archivos públicos digitales con la estabilidad que tuvieron las bibliotecas o los museos físicos, más allá de un Internet Archive en permanente peligro por culpa de la especie más egoísta y asquerosa del mundo: los explotadores de la propiedad intelectual.
La descomposición de internet es, en ese sentido, un proceso natural. No necesariamente democrático, pero natural. Hay formas de evitarlo, podemos recurrir, como hace la Wikipedia o como hago yo en mis libros, a enlaces permanentes a la Time Machine o a otros repositorios, que al menos se preservan más tiempo, pero hacerlo, obviamente, cuesta un cierto tiempo y esfuerzo. Sin embargo, esa descomposición, como el olvido humano, cumple una función: filtra, selecciona, deja espacio. En cualquier caso, su ritmo acelerado plantea un problema, el opuesto del olvido del que hablábamos el otro día: estamos construyendo una civilización digital sin cimientos duraderos. Si los arqueólogos del futuro quisieran estudiar nuestro tiempo, tendrían que excavar en vertederos electrónicos antes que en repositorios web. Ya hay quien habla de una «arqueología de internet», un nuevo campo para quienes intentan rescatar datos antes de que desaparezcan.
Quizá la descomposición de internet no sea una tragedia, sino un recordatorio de nuestra propia fragilidad cognitiva. El olvido humano nos permite vivir sin colapsar bajo el peso de cada recuerdo. Del mismo modo, tal vez internet necesite olvidar para poder seguir existiendo. La diferencia es que, mientras nuestro olvido es biológico y natural, el suyo depende de decisiones políticas, técnicas y económicas. Lo que olvidamos como especie no será producto del azar, sino de quién paga por recordar.