la década en que el planeta empezó a olvidarse de respirar » Enrique Dans

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IMAGE: A desolate, cracked landscape under an orange sky, with a lone barren tree and factory chimneys releasing thick smoke, symbolizing the planet’s suffocation amid accelerating climate collapse

Este es sin duda el tema que más me preocupa en el mundo de la tecnología: la incapacidad del mundo y de la especie humana para tomar una decisión de cambio tecnológico, abandonar una tecnología claramente dañina y nociva, y adoptar a tiempo un conjunto de tecnologías claramente más eficientes, más limpias y más adecuadas.

El año 2025 cierra con datos inquietantes: los niveles de dióxido de carbono atmosférico han alcanzado máximos históricos, el metano procedente de humedales crece a un ritmo sin precedentes, y la capacidad de absorción de los sumideros naturales de dióxido de carbono como bosques, suelos y océanos parecen estar debilitándose. La Tierra, literalmente, está perdiendo su capacidad de autorregulación.

Los incendios de 2024 liberaron más dióxido de carbono que cualquier otro año de la última década, y la Organización Meteorológica Mundial confirma que las concentraciones de gases de efecto invernadero están creciendo más rápido que nunca. Es como si los mecanismos biológicos del planeta hubieran pasado de dar señales de estrés, directamente al fallo sistémico.

La narrativa oficial sigue aferrándose a la idea de la transición energética, pero los hechos desmienten el optimismo. No hay señales reales o mínimamente esperanzadoras de una reducción global del uso de combustibles fósiles, y las emisiones siguen aumentando. Europa celebra que la energía solar haya liderado por primera vez su generación eléctrica con un 54% del total: un logro admirable, pero completamente insuficiente frente al crecimiento del consumo energético mundial y la reactivación del carbón en otras partes del mundo.

El problema ya no es solo de emisiones, sino de inercia política y económica. Los grandes bancos están retirando discretamente sus compromisos climáticos, disfrazando la desinversión como «ajuste estratégico» al hilo del panorama político. A la vez, la Casa Blanca vuelve a tratar la emergencia climática como un tema ideológico. Mientras Donald Trump considera la acción climática como «una broma», JP Morgan la califica de esencial para sostener la infraestructura que permite el propio desarrollo de la inteligencia artificial.

El contraste es brutal: los ecosistemas colapsan mientras los gobiernos discuten la semántica de la cuestión en convenciones inútiles celebradas en países que desean intensamente seguir viviendo de los combustibles fósiles. Y el mercado, que prometió ser motor de la transición, ha pasado a comportarse como un freno. Los sumideros naturales, que hasta ahora absorbían cerca del 50% de las emisiones humanas, se están saturando. Si dejan de hacerlo, el cambio climático entrará en una fase exponencial, en la que cada tonelada de dióxido de carbono emitida permanecerá en la atmósfera durante siglos.

Lo más inquietante no es la falta de soluciones tecnológicas, que existen, sino la apatía moral y la ausencia de escalas de valores mínimamente razonables. La humanidad está actuando como un sistema nervioso que deja de sentir dolor: el daño ya no duele, solo se normaliza su umbral de percepción. Llevamos décadas hablando de un «punto de no retorno» como si fuera una frontera futura, cuando en realidad ya lo cruzamos hace tiempo sin notarlo. Los datos de 2025 ya no son advertencias: son diagnósticos.

La paradoja es casi poética: mientras nos dedicamos a desarrollar inteligencias artificiales cada vez más potentes, capaces de escribir, pintar y razonar, el planeta que las sustenta se vuelve menos inteligente, menos capaz de corregirse y menos vivo. La Tierra se está olvidando de respirar, del mismo modo que nosotros nos olvidamos de escucharla.

La cuestión ya no es si aún estamos a tiempo de evitar el desastre. Es si seremos capaces, al menos, de reconocer que el desastre ya está teniendo lugar.

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