El escritorio ya no existe, pero el algoritmo sí » Enrique Dans

Publicado por Emprendimiento en

IMAGE: A dark, cavernous factory interior with rows of robotic arms working along a central conveyor belt. The space few ceiling lights, only faint red indicator lights glowing on the machines. On the floor, an empty chair and a yellow hard hat emphasize the absence of human workers

El trabajo tal y como lo conocíamos se está disolviendo. La oficina física, el puesto en la fábrica, el horario, incluso la jerarquía, empiezan a ser vestigios de un modelo que la inteligencia artificial está haciendo cada vez más innecesario. La inercia hará que muchas compañías tarden en entenderlo, pero hace unos meses ya comentaba cómo la inteligencia artificial no solo sustituye tareas, sino que empieza a ocupar el papel del jefe, dictando lo que hay que hacer y evaluando cómo lo hacemos. Pero mientras el escritorio desaparece, el algoritmo se consolida: omnipresente, impersonal y, por ahora, prácticamente sin supervisión.

Ahí surge el problema: si el algoritmo manda cada vez más, ¿quién controla al algoritmo? Y en ese contexto, lo que está ocurriendo en Estados Unidos y en Europa parece ofrecer dos respuestas contrapuestas a esa misma pregunta. En California, el gobernador ha promulgado una supuesta «ley de transparencia» en inteligencia artificial, la Transparency in Frontier Artificial Intelligence Act, que obliga a las grandes compañías a publicar protocolos de seguridad y reportes de incidentes. Sobre el papel no suena mal… pero en la práctica carece de mecanismos de auditoría, y deja un margen amplísimo a la autorregulación. Dicho de otro modo: es una ley que promete una cierta vigilancia, pero que en realidad lo que hace es blindar y dar libertad prácticamente ilimitada a las grandes tecnológicas.

Mientras tanto, la Unión Europea intenta avanzar con normas que obligan a los desarrolladores a explicar sus decisiones algorítmicas, sus datos de entrenamiento y los sesgos de sus modelos, así como a asumir otras responsabilidades sobre cuestiones como el uso de los datos o la carga que los crawlers de inteligencia artificial suponen para las páginas que crean contenido. No es una legislación perfecta (ninguna lo es en un campo que evoluciona tan rápidamente como este), pero introduce un principio fundamental: si un sistema tiene impacto social, debe rendir cuentas. Y por supuesto, las Big Tech se oponen y tratan con todas sus fuerzas de evitarla o de amenazar con que su presidente amenace con todos los males del infierno a Europa si la convierte en ley en agosto de 2026.

En Estados Unidos, sin embargo, el movimiento parece ir justo en la dirección contraria. Un grupo de legisladores ha intentado incluir en los presupuestos federales una moratoria de diez años para cualquier regulación estatal sobre IA, es decir, prohibir regular durante una década. Y por si fuera poco, el senador Ted Cruz ha propuesto que los estados que se atrevan a legislar pierdan el acceso a fondos públicos de conectividad y digitalización. Una estrategia que, con el pretexto de fomentar la innovación, en realidad blinda completamente la impunidad de las grandes compañías.

El contraste es brutal: mientras en Europa se intenta «domesticar a la bestia», en Estados Unidos se le abre la puerta y se le sirve la merienda. Mientras tanto, CEOs como Dario Amodei, de Anthropic, advierten que el escenario es tan volátil que dentro de una década «todo será posible», para bien o para mal. Y mientras, los mismos gobiernos que supuestamente deberían velar por el interés público, parecen en realidad más preocupados por no incomodar a los gigantes de Silicon Valley.

La paradoja es clara: la inteligencia artificial está desmantelando la oficina y el empleo tradicional, y al mismo tiempo desbordando completamente el marco legal que supuestamente debería contenerla. El trabajador desaparece como figura física, el contrato se convierte en algoritmo y el jefe es un modelo entrenado en la nube. Pero mientras el escritorio se esfuma, el poder se va concentrando, y sin regulación efectiva, esa concentración se vuelve absoluta. Es uno de los escenarios más habituales en ciencia-ficción: el de las grandes corporaciones tecnológicas que alcanzan más poder que los propios estados.

A lo mejor, el futuro del trabajo ya no consista en adaptarse a la inteligencia artificial, sino en exigir que ella se adapte a nosotros. La pregunta ya no es si desaparecerá la oficina o la fábrica, sino si cuando todo dependa de algoritmos, tendremos algún modo de reclamar justicia cuando el «jefe», un ente digital sin cara ni ojos, decida despedirnos, degradarnos o simplemente ignorarnos. Porque el escritorio ya no existe, pero el algoritmo sí. Y se está quedando con todo el poder.

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