Chat Control, la propuesta que mata la libertad y no sirve para nada » Enrique Dans

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IMAGE: OpenAI's DALL·E, via ChatGPT

Resulta cada vez más difícil trazar una frontera creíble entre la protección y la vigilancia cuando los gobiernos exigen la llave maestra de nuestras comunicaciones. La iniciativa conocida como Chat Control, formalmente, el Reglamento para prevenir y combatir el abuso sexual de menores de la Unión Europea (CSAR), no es simplemente excesiva: es absurda, contraproducente y revela una visión tecnocrática del poder que debería alarmar a cualquiera que valore la libertad y el derecho al secreto de las comunicaciones.

El argumento oficial sonaría incluso noble, prevenir la difusión de material con abuso sexual infantil. Pero detrás de esa supuestamente noble intención, como siempre, se esconde una apuesta radical por escanear todas nuestras conversaciones privadas, incluidas las cifradas, en busca de contenido sospechoso, mediante client-side scanning, que actúa directamente en el dispositivo del usuario antes de que el mensaje se encripte. La propuesta europea contempla que las aplicaciones de mensajería inspeccionen automáticamente todo lo que enviamos, sin orden judicial previa ni distinción entre sospechosos e inocentes. ¿Derechos fundamentales? ¿Para qué?

Eso equivale a convertir cada teléfono, cada aplicación de mensajería, en un aparato de espionaje forzado. No importa cuántos eufemismos técnicos se usen: inteligencia artificial, algoritmos de detección, hashes conocidos… la función real es intervenir todas las comunicaciones privadas sin excepción. Que se asegure que «sólo se inspeccionarán imágenes o enlaces sospechosos» no cambia el hecho esencial: el mero acto de escanearlo todo ya constituye, de por sí, una invasión masiva.

Peor aún: el sistema no funcionará. Incluso si la voluntad política fuese legítima, que no lo es, la técnica está condenada al fracaso. Centenares de científicos han firmado cartas denunciando que estas medidas son inaplicables a gran escala con tasas de error aceptables: falsos positivos que marcarán conversaciones inocuas como peligrosas, y falsos negativos que permitirán el paso de contenidos realmente delictivos. Más de 650 expertos lo advirtieron en una carta abierta que denuncia la imposibilidad técnica y el peligro institucional del proyecto. Organizaciones de derechos digitales como EDRi alertan de que abrir esta puerta equivale a instaurar un sistema de vigilancia masiva incompatible con los valores fundamentales de la Unión Europea.

Además, «los malos» no estarán allí. Quienes buscan ocultar sus comunicaciones no utilizan canales comunes ni cifrados estándar: se adaptan, crean sistemas propios, desarrollan rápidamente herramientas capaces de escapar al radar. La vigilancia masiva no solo es un error ético: es un sinsentido práctico. Pretender detener el crimen digital inspeccionando los mensajes de todo el mundo es como intentar frenar el tráfico de drogas registrando cada paquete de correo que circula por Europa (no demos ideas).

Y lo más grave: al debilitar la criptografía, al introducir puertas traseras o sistemas de inspección previa, se destruye la seguridad de todo el ecosistema digital. Los mensajes médicos, legales, contractuales o de defensa quedarían expuestos a vulnerabilidades. Signal lo ha dicho claramente: Chat Control es el equivalente a instalar un malware en tu propio dispositivo. El sector tecnológico coincide: esta iniciativa no solo representa una regresión en materia de privacidad, sino también una amenaza directa para la seguridad digital.

Algunos países ya se han plantado. Alemania anunció oficialmente que no apoyará Chat Control porque la vigilancia aleatoria de mensajes es inconstitucional. El Parlamento Europeo ha pedido retirar las medidas más intrusivas y preservar el cifrado extremo a extremo. Si uno reflexiona mínimamente sobre lo que significa permitir que un gobierno meta la mano en los mensajes de cada ciudadano, se da cuenta de que estamos ante una traición de principios básicos. La privacidad no es un lujo ni una concesión: es la condición de posibilidad de la libertad individual, del pensamiento crítico, de la disidencia. Una sociedad que acepta ser vigilada «por su bien» se está entregando al peor tipo de servidumbre digital.

La historia es clara: los instrumentos que se crean supuestamente «para el bien» acaban siempre siendo utilizados para otros fines. Hoy se llama lucha contra el abuso infantil; mañana puede llamarse control de discurso, censura previa o persecución ideológica. Una vez instalada la infraestructura de vigilancia, su uso ya no depende de las intenciones, sino de quién esté en el poder.

Ante este disparate, conviene recordar lo obvio: el secreto de las comunicaciones es un derecho humano fundamental, reconocido por la Declaración Universal de Derechos Humanos y por todas las constituciones europeas modernas. Nadie debería tener el poder de inspeccionar nuestras conversaciones privadas sin una causa justificada y un control judicial efectivo. Peter Hummelguard, ministro de Justicia danés, puede meterse sus ideas liberticidas allá donde el sol nunca llega. Cuando las ideas de tus políticos te dan miedo, es una muy mala señal: necesitamos otros políticos.

El cifrado de extremo a extremo no es un lujo ni una curiosidad técnica: es la expresión práctica de un derecho fundamental: el derecho a la privacidad y al secreto de las comunicaciones. Sin él, ninguna comunicación puede ser verdaderamente privada, ningún periodista puede proteger sus fuentes, ningún activista puede hablar con seguridad, ningún ciudadano puede confiar en que su gobierno (ni nadie más) no está escuchando. Afirmar que la gente «no debería ver el cifrado como un derecho» es malinterpretar lo que son los derechos. Los derechos existen precisamente para proteger a los ciudadanos del poder, no para ser otorgados o revocados según la conveniencia o el ánimo político. Si la confidencialidad de nuestras comunicaciones depende de si un gobierno la considera «útil», entonces ya no tenemos derechos, sino permisos.

El cifrado de extremo a extremo es al mundo digital lo que los sobres sellados y las conversaciones privadas son al mundo físico. Es la forma moderna de susurrar sin ser escuchado. Socavarlo en nombre de la «seguridad» no protege a nadie; solo construye un mundo donde la vigilancia se convierte en la norma y la confianza se vuelve imposible. Cualquiera que argumente que el cifrado no es un derecho, ya sea que lo utilice o no, aboga por una sociedad en la que el Estado o las corporaciones tengan derecho a leer por encima de nuestros hombros. Y eso no es seguridad, es autoritarismo con una interfaz más atractiva.

Tratar de resucitar Chat Control demuestra que la Comisión Europea no ha aprendido nada: sigue creyendo que la seguridad puede imponerse destruyendo la libertad. Pero una Europa que vigila a todos para proteger a unos pocos deja de ser Europa: se convierte en otra cosa. Lo que se necesita no es más vigilancia indiscriminada, sino mejor cooperación policial, investigación forense digital seria y herramientas focalizadas siempre bajo la adecuada supervisión judicial. Chat Control no solo es inútil porque los criminales lo eludirán, sino también porque erosiona la confianza en la tecnología y nos acostumbra a la sospecha permanente.

Aceptar Chat Control es abrir la puerta a un futuro en el que nadie podrá comunicarse sin ser observado. Rechazarlo no es para nada una cuestión técnica, sino moral. La vigilancia preventiva de todos los ciudadanos es incompatible con la democracia. Y si los gobiernos europeos no lo entienden, será nuestra responsabilidad recordárselo antes de que la privacidad se convierta en una reliquia del pasado.

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