Innovamos cada vez más… pero decidimos cada vez menos » Enrique Dans

Publicado por Emprendimiento en

IMAGE: A human silhouette walks inside large glowing gears, symbolizing how progress and dependence intertwine in a world driven by technology

Los titulares tecnológicos de 2025 parecen sacados de una novela de ciencia ficción optimista. La inteligencia artificial conversa, dibuja y razona con una naturalidad inquietante. La biotecnología sintetiza materiales y medicamentos en cuestión de días. La energía solar, por fin, supera a los combustibles fósiles en Europa, y los informes de tendencias del World Economic Forum hablan de un «punto de inflexión» en el que las tecnologías emergentes de esta década, como los modelos generativos y otras, empiezan a modificar, por fin, la vida cotidiana.

Y sin embargo, bajo ese aparente esplendor, nos encontramos una paradoja inquietante: cuanto más avanza la innovación, menos capacidad tenemos de decidir sobre ella. Lo que debería ser un ecosistema abierto, competitivo y descentralizado se ha convertido en un tablero dominado por unas poquísimas corporaciones gigantescas con capitalizaciones por encima del billón de dólares, que no solo producen tecnología, sino que vienen a dictarnos las condiciones en las que podemos usarla.

La velocidad de la innovación tecnológica no está acompañada por una velocidad equivalente en innovación institucional. Los sistemas regulatorios, las políticas públicas y la gobernanza digital avanzan a cámara lenta frente a la agilidad de los modelos algorítmicos y las plataformas globales. Como señala McKinsey en su informe sobre tendencias tecnológicas de este año, las grandes compañías tecnológicas ya no solo dominan el «stack» digital, sino también los datos, la energía y el talento que sostienen todo el ecosistema. Innovan más rápido que nadie, pero lo hacen en una estructura cerrada, donde la retroalimentación social apenas existe.

En la práctica, esto significa que lo que entendemos por «progreso» está siendo privatizado, como en los escenarios distópicos de las viejas novelas de ciencia-ficción. Las promesas de transformación, como la energía limpia, la productividad ilimitada, la eficiencia, la salud personalizada, etc. se formulan dentro de infraestructuras controladas por un puñado de actores globales. Las empresas pequeñas, los gobiernos e incluso las universidades pasan a ser usuarios o integradores, no protagonistas. La innovación ya no nace de la experimentación libre, sino de las plataformas que deciden qué es posible y qué no.

El discurso dominante sigue hablando de «aceleración», de «impacto» y de «revolución», pero evita la palabra clave: dependencia. Dependencia de modelos cerrados de inteligencia artificial, de nubes hiperconcentradas como AWS o Azure, de intermediarios que filtran el acceso a la información, la educación o el comercio. En teoría vivimos en la era de la disrupción, pero en la práctica, estamos en la era de la delegación, de la pérdida de control.

Y esta concentración no solo tiene consecuencias económicas: también transforma la cultura. Las generaciones más jóvenes están creciendo en un entorno donde la creatividad, el trabajo y la interacción social dependen de herramientas que no entienden ni controlan. Es un modelo que premia la pasividad: el usuario no crea, «genera». No elige, «acepta sugerencias». No explora, «consume». El resultado no es una humanidad más inteligente, sino una humanidad más «integrada», pero en el sentido informático del término. Una pieza más en el engranaje.

No se trata de demonizar la tecnología, sino de recordar que toda innovación encierra una decisión política: quién tiene el poder de diseñarla, de usarla y de definir su propósito. Lo que está en juego no es si la inteligencia artificial será capaz de escribir poesía o de curar enfermedades, sino si nosotros seguiremos teniendo algo que decir sobre el tipo de sociedad en la que se supone que queremos vivir.

La tecnología avanza, y con ella, la ilusión de que ese avance equivale automáticamente a progreso. Pero el progreso no consiste en lo que las máquinas pueden hacer, sino en lo que las personas podemos decidir. Innovamos más que nunca, sí, pero si seguimos renunciando a decidir. A este paso, no será la tecnología la que nos sustituya: será la indiferencia.

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