El fin del olvido » Enrique Dans
Olvidar es una de las funciones más humanas que existen: nos permite sobrevivir, aprender y avanzar. El olvido es, en realidad, un mecanismo de salud mental y social: gracias a él, podemos perdonar, reinventarnos y dejar atrás aquello que ya no tiene sentido. Pero las tecnologías digitales, diseñadas para registrar y almacenar absolutamente todo, están acabando con la posibilidad de olvidar. Vivimos en una época en la que nada se borra, en la que todo queda archivado, replicado, reindexado o reconstruido. Y eso, aunque parezca un triunfo de la memoria, puede ser el principio de una pesadilla.
La red fue concebida sin olvido. Cada fotografía, cada mensaje, cada error permanece de algún modo accesible, en algún fichero log, en una base de datos, en una red social, aunque creamos haberlo eliminado. Las copias, las cachés, los backups y las bases de datos de entrenamiento de las inteligencias artificiales se encargan de inmortalizarlo todo. Los sistemas actuales no sólo almacenan lo que decimos o hacemos, sino que son capaces de reconstruir lo que intentamos borrar: una imagen, una voz, un texto, incluso un recuerdo digital que creíamos perdido. La memoria humana es imperfecta, selectiva y cambiante. La digital, en cambio, es absoluta, infalible y ajena al paso del tiempo.
El resultado es un mundo en el que el pasado no desaparece. Todo permanece simultáneamente presente: nuestras versiones anteriores, nuestros errores, nuestras contradicciones. Google, las redes sociales y ahora los modelos de lenguaje masivos han convertido la identidad en un registro perpetuo. En ese contexto, el derecho al olvido se convierte en una paradoja: ¿cómo borrar algo que ya ha sido incorporado al tejido mismo de la inteligencia artificial, a millones de parámetros distribuidos entre servidores anónimos? El olvido, una función natural de la mente, se convierte en un lujo técnico inaccesible. En el «1984» de Orwell, cuando el Partido necesitaba borrar todos los rastros de cierto pasado, el personal del Ministerio de la Verdad tenía que pasar por las tediosas tareas de recolectar y destruir periódicos, libros y fotografías antiguas. Ahora ya no podemos hacer ni eso, y la sola idea de plantearlo resulta completamente absurda.
La idea de que recordar todo es bueno pertenece a una era ingenua de la digitalización. La memoria total no nos hace más sabios: nos condena a la parálisis. Borges lo entendió en «Funes el memorioso«: quien no puede olvidar, tampoco puede pensar. El pensamiento requiere síntesis, abstracción, selección. En un entorno donde todo queda registrado, pensar se vuelve más difícil, porque el ruido del pasado impide imaginar el futuro. La identidad deja de ser narrativa, algo que construimos, para convertirse en archivística, algo que se conserva. Y que, por supuesto, infringe ese engendro jurídico mal llamado «derecho al olvido«, que pierde más aún su sentido si es que alguna vez lo tuvo. El olvido no es un derecho, es un proceso fisiológico. Y ahora, además, es un proceso tecnológico.
Y sin embargo, seguimos celebrando la memoria infinita de los sistemas digitales como si fuera progreso. No nos damos cuenta de que cada paso hacia la preservación total erosiona un poco más nuestra capacidad de reinventarnos. Si la red no olvida, si funciona como una gigantesca hemeroteca digital, nosotros tampoco podremos hacerlo. Y sin la posibilidad de olvidar, la libertad se convierte en una ficción: una persona permanentemente definida por su pasado no es libre, es prisionera.
El desafío de esta era no será almacenar más, sino aprender a olvidar. Diseñar algoritmos que destruyan, que borren de verdad, que permitan a los datos tener una muerte digna. Quizá el futuro de la ética digital no dependa tanto de la transparencia o la privacidad, sino de la posibilidad de desaparecer. En un mundo que lo recuerda todo, la única forma de ser humanos será, paradójicamente, volver a aprender a olvidar, o desarrollar las actitudes adecuadas para hacer frente a esa ausencia de olvido.